Llega un momento en la vida, antes o después, en el que conoces a un loco de la nieve, a una intrépida corremontes, a un fanático de arrastrarse por cuevas o, lo que nos atañe, a una escaladora. Se les reconoce porque los ojos les brillan de forma diferente cuando es el sol de montaña el que los ilumina. Aunque su pasión embriaga no siempre es contagiosa, porque lo que pasa a menudo cuando de admirar éxitos se trata es que solo se ve la foto final, pero el camino queda fuera del encuadre del objetivo.
A veces, nadie sabe muy bien cómo, un chico de los de discoteca, videoconsola y dormir los domingos, acaba enredándose con una chica de las de montaña, callos en las manos y despertadores a las seis de la mañana. La colisión es tan improbable que parece mágica, como si dos especies sacadas de sus hábitats se unieran a través de una indiferencia en común. Sigue leyendo